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Una historia de duraznitos

Esta es la historia de una duraznito hembra que encontró otra duraznito hembra. No la reconoció en sus ojos, no la reconoció en su aroma, tampoco en su tacto, su pecho o el color distintivo de sus manzanitas. Sin embargo, la duraznito sabía con toda seguridad que no podía ser de otra manera. Ella mismo era un duraznito, sería una locura cuestionar sus palabras.

Las duraznitos se reconocen por la simple ternura de sus entrañas, pueden distinguir la dulzura de su jugo a kilómetros de distancia. Las duraznitos no tuvieron que siquiera cruzarse para reconocerse, sino que ambas tenían un radar interno que les indicó que ambos dos pomponcitos rosas amaban de la misma forma: como duraznitos.

Es muy difícil encontrar amor semejante al de las duraznitos. Uno se conmueve al punto de las lágrimas cuando lo consigue. No digo que el amor de las duraznitos sea inalcanzable: estoy diciendo que vale mucho la pena. Incluso las duraznitos buscan ese mismo amor en otras duraznitos, porque así como aman, así perciben, así piensan, así crean. No sólo sienten maravillas, sino que también las crean. Me atrevo a decir que las duraznitos incluso son la maravilla.

La duraznito es tan maravillosa que termina por proyectar su mundo maravilloso en otras frutas o vegetales. A veces sale bien, a veces es descartable. No lo deseo a nadie, pero incluso sucede que las duraznitos proyectan tanto sus maravillas que terminan por desgastarse y creer que toda la magia propia proviene del otro. Shame on you, durazní. Las duraznitos son grandiosas, pero peligrosas. Para sí y para puá.

Después de todo, duraznitos y duraznitos viven para encontrarse y desencontrarse. Pero, como dice la canción, a veces hay desencuentros, pero cuando hay un encuentros de dos duraznís trae luz. La duraznito que reconoció a la otra duraznito lo supo cuando lo experimentó. El sol se llenó de pelitos rosas y perfume dulzón, explotando a través del pecho de la durazní. Sabía que esa otra duraznito era como ella, que sentía como ella, que había pasado por cosas muy parecidas. Los vegetales pueden ser muy crueles.

Inmediatamente empatizó su sentimiento de duraznito, abrazó la tierna esencia de ese otro ser duraznito. Quiso amar a esa otra duraznito más de lo que podría amarse a sí misma. Vio en su camarada duraznito las mil y una maravillas que la caracterizaban a ella misma. Se regocijó en la dicha de encontrarse a través de la otra duraznito. Deseó fervientemente agarrar sus manos rosas y besar sus labios y sus dulces mejillas.

La duraznito sintió, en ese encuentro con la otra duraznito, un amor inconmensurable, un amor infinito. La otra duraznito, que por fin tiene voz en este cóctel de caricias a los sentidos, perpleja, sabiéndose atónita ante su reflejo, sonrió en una curva más suave que la brisa de primavera. Ni una palabra estaba dicha, pero lo sabía todo, lo entendía todo. Recordó, sintió, pensó. Olvidó todo lo que algún vegetal alguna vez en algún momento. ¿Qué más insignificante? Hay cosas tanto más inmensas, como el amor de las duraznitos.

Todo transcurrido en un segundo, la otra duraznito enjugó sus lágrimas con la certeza de que desde entonces jamás se tornarían amargas. Besó los labios de la duraznito, se miró a sí misma en sus ojos. Percibió el desapego a todo temor infundado. Nada podía ir mal ahora que estaba en los brazos de la duraznito. Se miraron una última vez antes de que la luz abarcara todo y desapareciera por completo.

Nunca se vieron, pero ambas sabían que se habían encontrado. A kilómetros de distancia, pero sabiendo que su rosa esencia es la misma.

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