Llegué a obsesionarme con la idea de tener su cabeza en una bandeja, sus sesos en varias copas, sus intestinos en platos de postre, sus manos, sus pies, y otros miembros en frascos con almíbar y vinagre. Todo de plata, por supuesto, algo que hiciera relucir su sangre y que fuera fácil de lavar. Incluso podría haber hecho mandar a hacerles grabar el nombre de cada trozo corporal en cada tarrito. Ya tenía elegido el lugar en el que pondría sus ojos, parte que yo considero muy importante para entender sus actos (empezando por el hecho de que es la parte fundamental para comprender su rostro). Me daba pena tener que disfrutar un sólo bocado de cada uno, por lo tanto era impensable dejarlos para la cena. Mi conciencia también me prohibió tirarlos a la basura, así que la que consideré "la mejor opción" fue dejarlos en un frasquito, cada ojo en su respectiva jaula transparente, cubiertos de resina. Ambos dos frascos irían tanto en la mesita de luz a la derecha o izquierda de la ca...